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SANATORIOS PSIQUIÁTRICOS DE ITALIA

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“Primun non nocere” “Ante todo no hacer daño”

(Hipócrates de Cos, médico griego del Siglo V a.C.)

A los italianos les ha costado mucho reconocer de una vez por todas que sus antiguos sanatorios y manicomios esparcidos por toda Italia eran sólo lugares de reclusión para personas consideradas “indeseadas”, y no primorosas casas de reposo y recreo como siempre han querido hacer pasar a estas instituciones. Ojalá lo hubieran sido, lugares donde poder sanar, o al menos aliviar en parte, las ya tortuosas y complicadas enfermedades mentales. Pero por desgracia, nada era más apartado de la realidad, lejos de encontrar protección y comprensión, las personas que cayeron dentro a estos sanatorios, por un motivo o por otro, fueron para la sociedad individuos mudos, sin derechos ni libertad. Donde además sufrieron graves torturas físicas y psicológicas.

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El Código de Hammurabi, antiguo grabado de la antigua Mesopotamia de casi 4.000 años, ya nos advirtió de los daños que puede causar la pretensión y las aberraciones de la naturaleza humana. En dos ocasiones hace referencia “al deber de proteger a los ciudadanos de las posibles negligencias o errores de los médicos”.

Una cara de la historia italiana, tal vez menos conocida, pero que añade sin duda otra absurda realidad de una sociedad cada vez más desconcertante.

LA ITALIA DE LOS HORRORES

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Sin duda la idea de crear estos lugares de encierro fue recogida de los antiguos lazaretos ya existentes del siglo XV (precisamente el primero fue fundado en Italia en 1403, en una pequeña isla cercana a la ciudad de Venecia).

Inicialmente los lazaretos, con frecuencia cercanos a la costa, eran destinados a la cuarentena obligatoria impuesta a los enfermos que llegaban de los barcos. Posteriormente estos lugares fueron destinados para confinar además personas con enfermedades infecciosas y consideradas contagiosas, como la lepra o la tuberculosis. Eran lugares insalubres, apartados del resto del mundo, donde las personas enfermas no recibían ningún tipo de cuidados médicos y sobrevivían entre la inmundicia hasta terminar sus días consumados por el hambre y el sufrimiento.

Aunque más organizados y con más medios a disposición, los sanatorios psiquiátricos italianos del siglo XIX realizaban la misma idéntica función de los antiguos lazaretos italianos, es decir, la de recluir personas “incómodas” para la sociedad. Éstos sin embargo, eran considerados institutos, y no simples asilos, donde además de cuidar de los “decían ser” enfermos mentales, se investigaba sobre sus supuestas enfermedades.

Hoy día es incuestionable decir que en aquellos manicomios, no sólo entraban enfermos afectos de disturbios mentales, sino también personas sanas, cuya sola culpa había sido representar una “incomodidad”, un riesgo o simplemente una vergüenza social.

Muchos italianos sin hogar terminaron dentro de estos manicomios. La lista de los “desgraciados” no puede ser más vergonzosa: niños abandonados (incluso lactantes), generalmente hijos ilegítimos nacidos fuera del matrimonio, fruto de aventuras amorosas y abusos con las criadas. Hijos rechazados por la “vergüenza” que suponía alguna diversidad física o psíquica. Niños nacidos y abandonados por las precarias condiciones de pobreza. Prostitutas y mendigos sin hogar. Sordos, mudos, ciegos, cojos, mancos y parapléjicos en general. Los homosexuales eran acusados injustificadamente y hasta a las mujeres venidas de Sardeña, se les acusaba con frecuencia de ser brujas porque hablaban en otra lengua (en Sardeña hablan su propio dialecto), y con esa escusa se les rechazaba y discriminaba porque no entendían y hablaban la lengua italiana.

Ya en 1874 había estado propuesto por el ministro del interno Girolamo Cantelli, un “proyecto de regulación y reforma” para los alienados y enfermos mentales, pero nunca fue efectuado. Posteriormente en una “inspección en los manicomios del Reino”, realizada en 1891 por el entonces ministro del interno Giovanni Nicotera, se denunció numerosos defectos e inconvenientes que presentaban las estructuras, deterioro de los locales, escasez de recursos alimenticios, inadecuados instrumentos de cura, escasas condiciones higiénicas, como también la falta de registros clínicos y la sobre-saturación y abundancia de enfermos o hacinamiento, que dificultaba ulteriormente la gestión de los manicomios.

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A pesar de estas advertencias y amonestaciones, no se hizo nada al respecto, y en falta de una ley nacional que regulara la gestión de los manicomios, se creó un vacío legal donde cada uno hacía como quería. El internado a los manicomios se hacía sin control, arbitrariamente, justificado con una variedad de opciones a elegir, como podía ser un certificado médico, una simple autorización de algún funcionario o alcalde, una autorización de alguna congregación religiosa, o la petición de algún pariente, o por tener la condición de galeote.

A inicios del ‘900 el aglutinamiento y las condiciones deplorables dentro de los manicomios eran insostenibles, y en 1902 Giolitti presentó la base para una ley. Con la que se crearía en 1904 la Ley 36, con la cual se intentaría mejorar la situación, cosa que no fue así.

En 1905, tan sólo un años después de entrar en vigor la polémica Ley 36, los internos (que decían ser enfermos mentales) en los manicomios italianos amontaron a casi 40.000 personas, pero aún el número aumentó drásticamente durante la influencia fascista. El manicomio se transformó en una eficaz arma para “eliminar” en modo silencioso una figura social y políticamente amenazadora, que no era siempre fácil de perseguir, la del opositor y disidente político; y los homosexuales. Según ellos su país estaba lleno de locos.

LA LEY 36 DEL 14 DE FEBRERO DE 1904

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Este aumento progresivo e indiscriminado de personas, también sanas de mente, dentro de los manicomios italianos, fue promovida y facilitada por la ya mencionada polémica Ley 36 del 1904. La cual disponía sobre el “deber” de tener las personas afectadas por cualquier alienación mental, bajo vigilancia y cuidadas dentro de los manicomios. La Ley 36 disponía el ingreso en el manicomio para las persona, cuando “sean peligrosas para ellas o para otros, o sean un riesgo de escándalo público”, y “no sean o no puedan ser convenientemente vigiladas y cuidadas fuera del manicomio”.

Además en el artículo 2 de la misma ley, disponía que la admisión de los alienados en los manicomios debía ser requerida por los “parientes, tutores o protutores, o de cualquier otra persona que lo haga en el interés del enfermo e de la sociedad”. Y era autorizada en modo provisional, presentando unsimple certificado médico. Con un periodo de observación máximo de un mes, que después podía ser definitivo, y de hecho lo era.

Encima la ley 36 confería a la “autoridad local de seguridad”, es decir, la guardia municipal, “en caso de urgencia”, ordenar el ingreso inmediato, también con sólo el famoso certificado medico. Y apropiaban todos sus bienes.

Tal prerrogativa, que la ley preveía, aunque era inicialmente excepcional, se convirtió en poco tiempo en una prassi ordinaria, aplicada con tal facilidad que ofrecía a las fuerzas de orden público de la policía intervenir contra cualquier persona retenida “fastidiosa” sin activar los mecanismos judiciales y legales de garantía que estaban vigentes en los códigos penales.

Como podemos ver con claridad, la ley 36, proporcionaba una vía fácil para la corrupción, donde las fraudulentos certificados médicos podían ser cómodamente redactados a cambio de dinero o favores de personas influyentes, y ciertamente también la policía local era sobornable y abusaba de su poder.

Tenemos que entender la mentalidad italiana de aquellos tiempos, hoy día todavía fuertemente arraigada en tantos prejuicios que aún dominan el día a día de los italianos. Una mentalidad predominantemente hipócrita, bajo la apariencia de una sociedad moralmente correcta y en línea con las más machistas e intransigentes tradiciones católicas.

La imagen social de la familia italiana era y aún es fundamental, y se tenía que evitar “a cualquier coste”, todo tipo de escándalos públicos. Aparentar ser una familia perfecta, sin errores ni pecado, era un afán constante entre las castas italianas. La envidia, sin duda estaba a la base de toda esta puesta en escena. Las críticas ajenas tenían que ser silenciadas para garantizar el renombre y la reputación del apellido masculino de familia. La notoriedad era tan importante que no se escatimaba en hacer cualquier tipo de acto, aunque fuera injusto y deshumanizado, para ocultar algún desliz o incómoda situación de algún miembro de la familia. Era suficiente que se hiciera clandestinamente y en silencio, con el tacto y la discreción que permite siempre el dinero y los favores de algún privilegio no merecido.

No existían límites de edad para el ingreso, bastaba que el médico declarase que el niño era peligroso para él, o para otros. Por eso venían ingresados hasta niños muy pequeños, sólo porque las familias no podían o no querían tenerlos, tal vez tenían algún pequeño disturbo del aprendizaje o de hiperactividad, cualquier excusa era válida para ser rechazados y apartados.

Entre el 1913 y 1974, en el manicomio de Santa María de la Piedad de Roma, fueron internados 293 niños de menos de 4 años, y 2.468 entre 5 y 14 años.

Esta evidente anomalía de ley hizo en la base, una especie de alianza entre psiquiátricos y tutores del orden que autorizaban el ingreso no de “locos”, sino de paralíticos, vagabundos, alcohólicos, degenerados, todos personas que “según ellos podían dar escándalo”, y que encerrados en los manicomios, dejaban de ser un problema para la sociedad y para la familia, que pagaba con dinero o favores.

El caso es que esta ley permitía así todo tipo de abusos, y por supuesto fueron tantos los que se aprovecharon. “Meter al manicomio”, se convirtió en el mejor, rápido y más efectivo instrumento para “quitarse del medio” a personas incómodas, evitando los largos, complicados y caros iter jurídicos.

YA EN EL SIGLO XX

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A partir de 1927, el número de italianos dentro de los manicomios se incrementó a un ritmo constante todos los años, en menos de 20 años pasó de 62.000 a 95.000 internos.

En la época del fascismo, el llamado “delito de régimen” relevó el lado más oscuro de la política, mandando dentro de los manicomios a muchos “presos políticos”. La utilización fraudulenta e ilegítima de los hospitales psiquiátricos italianos no terminó con la caída del fascismo, ni menos con el final de la II Guerra Mundial. En los años sucesivos a la liberación, fueron muchos los “ex partigiani” que fueron acusados injustamente de graves delitos hechos durante la lucha clandestina, y fueron “provisionalmente” ingresados en manicomios. Pero se tiene constancia documentada que los internos políticos que en teoría debía sólo quedarse ingresados en los manicomios por poco tiempo, en realidad se quedaron durante años indeterminadamente, abandonados en total silencio, ignorados por las instituciones y partidos políticos.


LA LEY BASAGLIA

En los años ‘70 Italia fue sacudida por las nuevas tendencias europeas de reforma política y social. La presión política transmitida por estos países europeos, puso a Italia en una forzada vía de reforma socio política. Impulsado por atrevidos movimientos sociales y políticos que desafiaban las bases de una sociedad particularmente tradicional, como sindicatos, grupos universitarios, radicales de izquierda. La nueva sociedad italiana que despuntaba, pedía innovaciones sobre los derechos de los trabajadores, el aborto, el divorcio y también la ley 180/78, entre otras.

A raíz de esta creciente presión social y reivindicaciones sociales, en 1978 el gobierno italiano decidió abolir todos los manicomios italianos, con la llamada Ley Basaglia del 13 mayo, n. 180.

Aunque es triste reconocer, el gobierno italiano creó la ley Basaglia para acallar estos ataques y críticas sociales, más que por el sentido de sensatez, dignidad y justicia que llevaban intrínseco las reivindicaciones. De este modo, al (tradicional modo italiano) apañó y zanjó rápidamente ocultando ese asunto. Tan incómodo y embarazoso, sobre todo para la imagen que daba de la clase política italiana emergente después de la dictadura a nivel internacional.

Con la llegada de la Ley Basaglia de alguna manera se había reconocido y demostrado que en los manicomios italianos, todo ese “progreso” era solo una fachada. Los personas habían sido injustamente internadas tanto enfermas como “sanas”. Se les había negado sus derechos y libertades y se había ignorado su dignidad. Los internos habían sido tratados sin respeto, utilizando sistemáticamente métodos vejatorios y torturas con el objetivo de ser manipulados y usados en la experimentación clínica.

A pesar de todas esas “innovaciones” en las instalaciones, gestión y hasta recreativas. La realidad había sido otra. No se les había nutrido adecuadamente y la higiene había sido escasa, no había personal suficiente ni cualificado ni para garantizar las más mínimas exigencias de aseo. Se había explotado a los internos en un trabajo no remunerado. Los maltratos y abusos físicos y psicológicos habían sido llamados reeducación. Y se habían practicado torturas dentro de la experimentación clínica aplicadas en las llamadas terapias o tratamientos, como eran la inoculación de gérmenes patológicos, inyecciones de fármacos y drogas, lobotomías, electroshock, torturas con agua y vapor, inmovilización, aislamiento, fricciones con sustancias irritantes, etc.

Las terapias utilizadas habían sido inapropiadas, del todo injustificadas, y atroces. A pesar que en la época se reconocieron como un avance en la medicina y hasta algunas rozaron el nobel. No correspondían a un criterio ético que busca el bienestar de la persona, sino todo lo contrario causaba daño y sufrimiento, y habían sido claramente un aberración, del cual se nutrían sólo para progresar en su hipócrita pretensión.

La Ley Basaglia como tal, tuvo una vida breve, ya que fue sustituida a los pocos meses de su aprobación por la Ley número 833 del 23 diciembre 1978, que instituyó el Servicio Sanitario Nacional, y que integraba en ella las disposiciones anteriores de la Ley Basaglia junto con algunos ajustes.

Aunque su aplicación efectiva tardó mucho tiempo, la Ley Basaglia, significó una gran reforma del sistema psiquiátrico en Italia. En ella se disponía el cierre de todos los manicomios y condujo a su sustitución gradual hacia servicios comunitarios fuera de la red hospitalaria.

Existían modos diferentes de gestionar el cambio en cada región, ya que la misma ley Basaglia había encomendado la gestión de los manicomios a los entes locales. Se necesitó más de 20 años para ser integrado y por fin los manicomios fueron cerrados y sustituidos por centros de salud mental CSM dentro del Servicio Sanitario Nacional.

Es decir, se abrirían repartos de psiquiatría dentro de los hospitales generales, con un número limitado de 16 camas, algo inferior a la media mundial. Los tratamientos obligatorios dentro de los hospitales serían excepcionales, siempre que el paciente no aceptara el tratamiento fuera del hospital o no se pudiera acceder a las entes comunitarios. Los pacientes serían dados de alta gradualmente según su estado de recuperación e integrados en la sociedad.

Por fin una ley decía que el enfermo mental debía ser curado y dado de alta, y no recluido. Los repartos psiquiátricos ya no eran lugares de reclusión, y los enfermos mentales gozaban de derechos civiles como cualquier otro ciudadano, e integrados en la sociedad. Por fin parecía que todo el contexto había por fin recuperado la cordura perdida en las décadas anteriores.

Pero no fue así, las personas ·”dadas de alta” eran abandonadas a su destino, olvidadas de las instituciones, no tenían ningún tipo de orientación y seguimiento una vez fuera del manicomio. Fueron destinadas a sufrir la “estigmatización” por parte de una sociedad que no había cambiado. La misma que les había mandado al manicomio. Volvían al mismo ambiente social donde habían sido rechazados, recluidos, insultados y maltratados. Una sociedad que les consideraba inferiores e inaceptables, y los menospreciaba. Una sociedad que se consideraba superior formada de individuos “sanos” además de decentes, honestos y moralmente impecables ciudadanos.

Curiosamente esta contradicción y disonancia es una conducta típica de una sociedad deshumanizada e hipócrita. Cuya aversión injustificada contra estas personas vulnerables y necesitadas de apoyo sólo demuestra una baja autoestima. Se estigmatiza para aumentar el escaso valor propio, y esto conduce a la deshumanización. Las personas que estigmatizan a otras se despojan de sus características humanas.

Pero además se advirtió otro problema derivado de esta nueva situación, que habían ignorado deliberadamente. Algunos sectores médicos se quejaron de las condiciones insalubres y del estado de abandono de los enfermos mentales detenidos en prisión. Las cárceles italianas se habían convertido en depósitos de enfermos mentales. Los encarcelados afectos de enfermedades mentales no tenían ningún tipo de asistencia ni terapia médica, estaban abandonados por un gobierno ocupado en otras cosas.

Aunque trataron de mitigar la polémica, el debate fue igualmente muy disputado en Italia, no tanto a nivel moral, sino sobre todo por sus implicaciones socio-políticas. La discusión y el escándalo traspasó a debates y comisiones internacionales que criticaron el modo indolente del gobierno italiano en tratar asuntos tan delicados como era éste. Ya que según las opiniones internacionales, el gobierno italiano había creado en su país una “dicotomía” en el tratamiento de la salud metal. Ya que no trataba a todos los enfermos mentales por igual. Entre otras cosas, ignoraba la situación de los presos afectos de enfermedades mentales, que no se les daba ninguna otra opción, sino la de permanecer recluidos en las cárceles con penas indeterminadas, privándoles de todo tipo de derechos civiles.

La experiencia italiana demostró el modo empedernido de resolver las situaciones espinosas, que cuando no hay soluciones convenientes para los que mandan, se pueden eludir las dificultades que necesitan compromiso y dinero.

Esta misma situación se repitió en otros países, y hoy día sigue siendo una situación sin resolver en muchos de ellos. Aproximadamente entre el 8 y el 10% de los reclusos padecen una enfermedad mental grave, y entre el 40 y el 48% tienen trastornos mentales y de personalidad (aunque no sean inimputables), a los que hay que añadir otro porcentaje de discapacidades psíquicas, que incluyen también drogodependientes.

Sólo excepcionalmente son tratados dentro de las prisiones, ya que no está previsto ningún tipo programa preventivo, de tratamiento ni de rehabilitación. Tampoco existe ningún tipo de apoyo, orientación, tratamiento o seguimiento una vez terminada la condena. Cuando salen de prisión quedan abandonados a su suerte.

Y por esta causa aproximadamente el 50% de los enfermos mentales delinque de nuevo generalmente porque ha sufrido un brote psicótico por falta de tratamiento médico. Los expertos confirman que si hubieran centros alternativos residenciales para los enfermos mentales crónicos que no tengan apoyo familiar y que viven en ambientes socialmente marginales, se evitaría el ingreso en prisión de dichos enfermos mentales, ya que según las estadísticas el 90% de estos enfermos carece de hogar y no tiene trabajo.

Florence Nightingale (enfermera británica que atendió a los soldados en la guerra de Crimea), indicó el camino por donde debería ir la enfermería y el cuidado de los enfermos: “procurar higiene, alimentación, reposo y curación de las heridas. Efectuado con respeto y consideración hacia el soldado herido”. No por nada su afectiva presencia, su favorecedor ánimo en esos momentos tan críticos y su interés por la pronta recuperación de sus pacientes hicieron que disminuyeran las muertes en un 40%.

Uno de sus lemas era: “se debe de colocar al enfermo en las mejores condiciones posibles, para que la naturaleza actúe sobre él.”

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